Educar en derechos humanos y humanidad

Educar es un derecho humano fundamental. Cada 10 de diciembre, el mundo celebra el Día Internacional de los Derechos Humanos, recordando que la dignidad y la libertad son el corazón de toda convivencia justa. Entre esos derechos, el derecho a la educación ocupa un lugar central: no es solo acceso a aulas y contenidos, sino la posibilidad real de crecer como persona, de abrir horizontes y de encontrar sentido en medio de la complejidad del presente.

La educación, entendida como derecho, no puede reducirse a una transmisión mecánica de saberes. Implica reconocer la pluralidad de caminos, la diversidad de culturas y la riqueza de pensamientos que configuran nuestra humanidad. Educar en derechos humanos significa educar para la libertad, para la igualdad, pero también para la diferencia. Porque la igualdad no es uniformidad: cuando se confunde igualdad con imposición de modelos únicos, se cancela la riqueza de la pluralidad y se empobrece la experiencia educativa.

Hoy, más que nunca, necesitamos una educación que prepare para el futuro, pero que también ofrezca herramientas para afrontar la ansiedad del presente. Vivimos tiempos de incertidumbre, donde los niños y adolescentes se enfrentan a preguntas existenciales que no siempre encuentran respuesta en los programas académicos. ¿Cómo ayudarles a descubrir sentido en medio del ruido? ¿Cómo acompañar para que la educación no sea solo un puente hacia un empleo, sino también hacia una vida plena? El derecho a la educación es también el derecho a aprender a vivir, a gestionar emociones, a construir esperanza.

En este contexto, la escuela católica tiene una misión particular. Nos acercamos a la Navidad, y en ella encontramos una imagen que ilumina nuestra tarea: el pesebre. Educar desde el pesebre significa educar con humildad, situados ante el mundo sin pretensiones de poder, sin literalismos que cierren la mirada, rodeados de la presencia realista de la vida. El pesebre no es un refugio cómodo, sino un espacio abierto donde la fragilidad se convierte en posibilidad. Desde ahí, la educación se hace encuentro, diálogo, acogida. No se trata de imponer, sino de proponer caminos que ayuden a descubrir la belleza de la existencia y la profundidad del misterio.

Pero este derecho a la educación, para ser auténtico, debe enfrentarse a desafíos concretos. Uno de ellos es la indiferencia que nos rodea. Vivimos en sociedades donde la igualdad se proclama, pero muchas veces se traduce en uniformismo: se pretende que todos piensen igual, que todos recorran el mismo camino, que la identidad se reduzca a un modelo único. Frente a esto, la educación debe ser resistencia creativa: educar en la igualdad, pero en aquella que respete la diferencia, que valore la singularidad, que rechace las imposiciones ideológicas que se colocan por encima de una pedagogía personalizada.

En el ámbito educativo, también debemos estar atentos a ciertas prácticas que, bajo apariencia de pastoral, terminan siendo pastorales de prevalencia, donde lo importante no es el encuentro con el Evangelio, sino la imposición de esquemas que limitan la libertad y cancelan la verdadera evangelización. Educar en clave cristiana no es imponer, sino acompañar; no es uniformar, sino abrir caminos para que cada persona descubra su vocación y su sentido.

Por eso, cuando hablamos del derecho a la educación en el marco de los derechos humanos, hablamos de algo más que leyes y declaraciones. Hablamos de una tarea ética y espiritual: educar para la vida, educar para la esperanza, educar para la libertad. Y esto exige valentía para cuestionar modelos rígidos, creatividad para proponer itinerarios personalizados, humildad para aprender de la diversidad.

En definitiva, el derecho a la educación es el derecho a ser acompañado en el camino de la existencia. Es el derecho a recibir herramientas para comprender el mundo y para comprenderse a sí mismo. Es el derecho a encontrar sentido en medio de la incertidumbre. Y, para quienes educamos desde la fe, es también el derecho a descubrir que la vida es don, que la fragilidad no es fracaso, que la esperanza nace en los lugares más humildes, como un pesebre.

Este 10 de diciembre, celebremos los derechos humanos recordando que la educación es su corazón. Y hagámoslo con la mirada puesta en la Navidad, para que nuestras escuelas sean espacios donde la dignidad se cuide, la pluralidad se respete y la esperanza se construya día a día.

Pedro J. Huerta Nuño
Secretario general de Escuelas Católicas

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