Comenzar de nuevo

Cada inicio de curso escolar es una invitación a comenzar de nuevo. No se trata de repetir lo anterior ni de continuar lo ya iniciado, sino de comenzar verdaderamente. Como escribió San Agustín: “El hombre fue creado para que hubiera un comienzo”. Esta afirmación nos recuerda que la tarea educativa no consiste en reciclar valores ni en reproducir esquemas, sino en acoger con esperanza cada nueva generación, cada nuevo comienzo, como una oportunidad inédita que nos renueva y nos impulsa a levantar nuevas atalayas para el pensamiento y la evangelización. Todo se juega de nuevo. Todo se abre de nuevo.

 

Y en ese drama —porque la educación es también un drama— nos encontramos todos los que tenemos algún tipo de responsabilidad, directa o indirecta, en la gestión de los centros educativos y de nuestras redes. No somos meros administradores de lo ya establecido, sino caminantes que, como decía María Zambrano, estamos llamados a crear camino. Nadie puede hacerlo por nosotros. En lo esencial, no hay delegación posible. Nuestra tarea más genuina es abrir senderos donde antes solo había maleza, trazar rutas donde otros solo ven rutina.

 

Este curso que comienza no es uno más. Ninguno lo es. Porque cada curso escolar es una nueva alba, y nada garantiza que el día que llega vaya a ser mejor. Pero tampoco está condenado a ser peor. Está abierto. Está por hacer. Y eso es lo que lo convierte en una oportunidad radical.

 

 

Esto es así porque la educación, en su sentido más profundo, no compromete sino que libera. Puede parecer provocador en tiempos donde el compromiso se ha convertido en paradigma incuestionable. A todos nos parece lógico exigir compromiso a los educadores, alumnos y familias. Pero más importante que responder a lo que el mundo nos solicita, es escuchar las exigencias del corazón. Y el corazón —ese lugar donde se cuece lo verdaderamente humano— no pide compromisos vacíos, sino libertad verdadera: libertad para decidir, para pensar, para amar, para crear. Libertad para ser.

 

 

Educar para la libertad no es simplemente enseñar a elegir entre opciones. Es abrir el alma a la posibilidad de la decisión responsable. Es formar personas capaces de levantar la losa que parecía definitiva, y también de evitar que se cierre la puerta que creíamos abierta. Es enseñar que el mundo puede cambiar, pero que ese cambio depende de nosotros: de nuestra mirada, de nuestra entrega, de nuestra fe en lo posible.

 

 

Benedicto XVI lo expresó así a un grupo de jóvenes estudiantes: “La educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida”. Y como toda aventura, requiere coraje. Requiere la responsabilidad del discípulo, que ha de estar abierto a dejarse guiar al conocimiento de la realidad. Pero también —y esto es crucial para nosotros— requiere la entrega del educador, que debe estar dispuesto a darse a sí mismo. No basta con transmitir contenidos. No basta con aplicar protocolos. Más allá de la burocracia paralizante, lo que más se necesita hoy son testigos auténticos, aunque lo que más abunde sean dispensadores de reglas o informaciones.

 

 

El testigo auténtico es aquel que sabe ver más lejos que los demás, porque su vida abarca horizontes más amplios. Es quien ha recorrido el camino que propone. Es quien no teme mostrar sus heridas, porque sabe que en ellas se esconde la verdad de su vocación. Es quien no se protege tras el escudo de la neutralidad, sino que se expone, se arriesga, se compromete —sí, pero desde la libertad— con cada alumno, con cada compañero, con cada familia, con cada decisión.

 

 

Este nuevo curso escolar nos llama a ser testigos. A ser caminantes. A ser peregrinos de esperanza. No desde la ingenuidad, sino desde la lucidez. Sabemos que hay dificultades. Sabemos que hay inercias. Sabemos que hay estructuras que parecen inamovibles. Pero también sabemos que la educación tiene el poder de abrir lo cerrado, de iluminar lo oscuro, de fecundar lo estéril.

 

Por eso, al comenzar este nuevo curso, no nos limitemos a planificar. No nos limitemos a organizar. No nos limitemos a gestionar. Atrevámonos a mirar más allá. A preguntarnos qué tipo de escuela católica queremos ser. Qué tipo de comunidad educativa queremos construir. Qué tipo de humanismo queremos cultivar.

 

Porque la educación no es sólo una tarea. Es una vocación y es una misión. Es una forma de estar en el mundo. Es una manera de decir: “Aquí estoy, porque me has llamado”. Y este nuevo comienzo, si es verdadero, puede cambiarlo todo.

 

 

Pedro José Huerta Nuño
Secretario General de Escuelas Católicas

 

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