Por razones que no vienen al caso, he leído estos días un artículo de Arqueología Bíblica en el cual un apartado tenía el provocador título de Desenterrar la Biblia, como si de un objeto arqueológico más se tratara, un poco al modo Indiana Jones.
Lejos de entrar en este momento en el objetivo del artículo, y cómo confrontar la Biblia con los datos de la historia y la arqueología de un modo correcto, me sirve el momento en el que el autor describe la Biblia como una “obra pictórica”, bajo una mirada sincrónica. Para ello argumenta que hay que asumir el reto de sincronizar lo diacrónico en la Biblia, es decir: unir historias que han pasado en diferentes momentos, a lo largo del tiempo, y presentarlo como ocurrido de una vez en un momento concreto de la historia.
Ante ese reto el autor propone acercarse a la Biblia como si fuera una obra pictórica, y poder distinguir tres elementos: acontecimiento, interpretación y emoción.
El acontecimiento vendría a ser el dato, más o menos detallado y concreto. La información que se ve reflejada en una obra pictórica. La Rendición de Breda presenta un hecho de la historia, o El Cristo de Velázquez ofrece un momento concreto de la vida de Jesús. Se trata prácticamente, en esta dimensión, de un dato, un hecho real. Hecho tan real que casi siempre se podría describir, de manera objetiva, en 280 caracteres (que es el modo correcto hoy de dar la información y responder al famoso qué, quién, cómo, cuándo y dónde).
El siguiente elemento de la comunicación de la obra sería el interpretativo, el sentido, qué pretende transmitir el autor. Las obras de arte no pretenden ser meras fotografías, sino que intentan contar una historia, adentrarse en el sentido último. Ofrecer un mensaje o una visión más allá de lo meramente anecdótico de un acontecimiento puntual. No es querer inventarse la historia, sino dotar a la historia de todo el sentido que tiene. Y para eso siempre sabemos que no se necesitan palabras, sino que una imagen vale más. Despierta la sensibilidad y nos adentra en el sentido más profundo del acontecimiento. Ahí es donde el autor da prioridad a un detalle sobre otro, desde una sensibilidad juega con lo simbólico, expresa sus propios intereses al poner un aspecto en primer plano o hacerlo luminoso frente a esconder u oscurecer otro, etc.
Y el último elemento es la emoción. Aquello que el autor trata de hacernos sentir. Los colores, la luz, el movimiento, la caracterización, la expresión de cada rostro, las miradas. Es fácil recordar los ojos de Saturno devorando a sus hijos de Goya… no son los ojos mejor pintados, pero transmiten todo lo que Goya quiere evocar.
La riqueza de los ejemplos de la pintura española, y universal, nos podrían hacer entrar en cada obra con esta triple mirada, que a modo de “trinidad pictórica” son valiosas cada una por sí y se potencian entre sí.
¿Pero de qué está escribiendo este? Hago el salto a nuestro hoy. A nuestro modo de comunicar hoy. Siento que cada vez más importa poco, o muy poco, el dato, el acontecimiento. Es como si se aceptase la inexistencia de la verdad. Las cosas no son verdad en sí mismas, sino que lo son en función de cómo sean sentidas o interpretadas, y de manera exponencial en la emoción que a cada uno le generen.
Lo que era un modo sano de comunicar, manteniendo el equilibro de tres elementos, hoy se ha roto. El objetivo de acercar la verdad por medio de hacer un ejercicio de comprensión para entender la realidad misma (piense en cómo se siente una persona afectada por un suceso como un terremoto, para poder entender lo que es un terremoto), ha llevado al mundo emocional a la desconexión con la verdad.
Nos encontramos ya lejos de poder afirmar “porque es verdad, lo entiendo y lo siento como tal” para enterrarnos bajo la losa de “porque lo siento, y me hace sentir así, es verdad”. Y todo ello complica nuestra comunicación, y por ello todos los ámbitos personales, relacionales y sociales.
Podríamos poner muchos ejemplos, tanto de niños como de mayores. Pero comencemos por los niños, que siempre es mejor poner los ejemplos con otros. Si un niño tiene que ser corregido por su maestro, y no le gusta dicha corrección, tendrá una reacción que podríamos simplificar en el famoso “ya no te ajunto” (ya no te quiero). Y eso lo puede expresar tanto por una corrección a una tarea, por el hecho de tocar un timbre y acabar el recreo, o por el hecho de tener que volver a lavarse bien las manos antes de comer.
Para el niño da igual la verdad, no es capaz de distinguir la verdad de lo que es su interpretación o emoción. Prevalece solo esa dimensión. Pero lo que vemos claro en un niño, y es fácilmente explicable y comprensible (ya crecerá…), nos encontramos hoy con la misma realidad en el mundo de los adultos. O bien adultos que no han dejado crecer a su niño, o niños que han devorado a su ser adulto. Lo mismo da que me da lo mismo.
Solo así podemos entender a padres que no escuchan los datos que tutores o profesores les aportan sobre sus hijos, y responden (casi disparan) “mi hijo no es así”. O profesores que en su desempeño laboral presentan bajas laborales porque “no se sienten cuidados”. O trabajadores que ante cualquier decisión empresarial reaccionan conjugando el verbo “sentir” antes que el “pensar”.
Me parece intuir que ese juego de la posverdad, y lo que eso supone, quizá venga también alimentado por la ruptura de esa ecuación con tres incógnitas, simplificando el sistema de modo equivocado. Lo que mi profesor de Matemáticas en Bachillerato. Don José Riesco, salesiano, corregía de modo cuidadoso escribiendo en el examen “¡Disp!”, que era su modo delicado de decir “disparate”.
Y es que uno puede, o debe, o tiene que intentar ser cuidadoso, pero lo que no puede nunca dejar es pasar por alto un disparate. Porque las emociones son propiedad nuestra, pero la verdad no.
Javier Poveda
Director del Departamento de Administración y Cooperación de Escuelas Católicas